Comunicado de Prensa
Por Daniel Bianchi
Los colonienses han perdido uno de los derechos más sagrados a los que tiene derecho el ser humano.
Y no nos referimos precisamente a la seguridad.
Tampoco aludimos al trabajo, la vivienda, la salud o la educación.
Nos referimos, sencillamente, a poder conciliar el sueño.
Dos condiciones se han unido para ello; por un lado, la descortesía de algunos conductores de motos y automóviles que se creen habilitados para transgredirlo todo, y por otro, la apatía puesta de manifiesto por la Intendencia para ocuparse seriamente de este flagelo.
Los últimos estudios consideran como peligrosa para la salud la exposición a sonidos que oscilen entre 50 y 60 db, y como muy nociva a partir de los 60 db. Pero aún más allá, la Organización Mundial de la Salud (OMS) reduce todavía esos valores y considera los 50 db como el límite superior deseable.
Para dar una idea al lector, una aspiradora o un televisor con volumen alto trabajan a 65 db, mientras que un camión recolector de residuos genera 75 db.
La Ordenanza de Ruidos Molestos, aprobada por la Junta Departamental en 1994 y actualmente vigente, instituye los máximos aceptables de ruidos para una casa, una oficina, un aula, un salón bailable y otros, el horario y el nivel de ruido máximo para los espectáculos públicos, el horario para la realización de publicidad callejera, la manera de circular en las cercanías de cualquier establecimiento público o privado de asistencia médica, la prohibición de “ruidos excesivos” producidos por vehículos de cualquier clase y la prohibición de circular por la vía pública a los vehículos a explosión desprovistos de silenciadores de escape, ni aquellos que tengan un funcionamiento o marcha anormal con producción de ruidos, entre muchos otros aspectos. Establece, asimismo, las sanciones pecuniarias para la transgresión a dichas disposiciones, que en el caso de los vehículos van desde las 5 a las 50 Unidades Reajustables (UR).
Pero esos límites no se respetan, y la Intendencia no fiscaliza los incumplimientos. Como consecuencia, las quejas de los vecinos a causa de los fuertes estruendos provocados por los escapes de motocicletas, ciclomotores y automóviles, son innumerables. Asustan a los niños, impiden el descanso y generan niveles elevados de contaminación acústica.
No es sencillo conciliar el sueño cuando es incesante el ruido de vehículos que durante toda la noche se desplazan en franca competición por ver no sólo quién es más veloz, sino qué máquina es más ensordecedora. Los ruidos contribuyen a suprimir la liberación de melatonina -la hormona inductora del sueño- y no hay tiempo para que el cuerpo se recupere del agotamiento de la jornada anterior, lo que trastorna el tiempo de reacción, el nivel de atención, la eficiencia, la eficacia, la productividad, el ánimo y el humor. El ruido provoca malestar y desasosiego, desequilibra, irrita, incomoda, disgusta, torna agresivas a las personas y es un agente estresante que modifica la vida normal y puede llegar a provocar alteraciones psicológicas. De tal manera, perturba profundamente nuestra vida familiar, social y laboral.
En nuestro departamento existe lamentablemente una excesiva tolerancia a los abusos, en particular en lo que refiere al ruido vehicular. Muchos de quienes no sufren este infortunio en carne propia, han generalizado una actitud exageradamente complaciente con relación al infractor y, sin embargo, insensible y hasta desdeñosa con quienes sufren esos abusos.
Cerrar obligadamente las ventanas y los postigos en pleno verano para atemperar de alguna manera el ruido, no parece adecuado. Lo adecuado es que la Intendencia de Colonia (IDC), a través de la Dirección de Tránsito, vele por el cumplimiento de la normativa en virtud de lo dispuesto por las leyes Nº 18.191 y Nº 19.061 -que pese a quien le pese, están vigentes- y la ordenanza departamental, y que aplique las sanciones allí establecidas a los infractores.
Días pasados la Intendencia dijo haber realizado muchos controles y que los mismos se van a incrementar, ahora con el respaldo de un grupo de diez policías que están siendo instruidos en esta materia. Pero, los escapes libres persisten, y la ciudadanía sigue aguardando una señal clara de que esta epidemia tendrá un final, aunque un anuncio oficial difícilmente llegue, ya que tal cosa implicaría un reconocimiento tácito de que poco o nada se ha hecho en ese aspecto.
Los comportamientos de algunos conductores son manifestaciones insolentes de abuso e impunidad, que atentan contra la amplísima mayoría de ciudadanos respetuosos de las más esenciales reglas de la convivencia, pero que, además, suponen una burla a las autoridades municipales y policiales.
Por ello, existiendo el marco normativo para proceder, ¿qué es lo que impide que las autoridades actúen como corresponde?
La normativa no puede ser letra exánime. El mal hábito que supone su falta de aplicación en modo alguno debe transmutarla en un precepto meramente declarativo o en sanas intenciones, porque ello frustraría ciertamente la confianza de los ciudadanos en sus gobernantes. Antes bien, debe imponerse con efectividad que, quien contamina “acústicamente”, debe hacerse cargo de su falta con una multa.
Y esa multa, sobre todas las cosas, por un lado deberá ser lo suficientemente importante como para lograr un efecto disuasorio, y por otro, deberá ser todo lo contundente como para redirigir la conducta de aquellos ciudadanos que se muestran más indóciles y renuentes a aceptar que el ruido que ocasionan puede afectar la salud de muchos otros.
Es la única manera de terminar con las calles salvajes.