Nota de Opinión
Por Daniel Bianchi
Los episodios de violencia en las aulas continúan convulsionando no sólo a la comunidad educativa, sino a la ciudadanía toda.
Pero, mal que nos pese, las situaciones de intemperancia y brutalidad que tienen lugar en los centros educativos y suponen un factor de riesgo psicosocial para los docentes, no son patrimonio exclusivo de nuestro país, y suceden cada vez con mayor frecuencia en todo el mundo.
No es un escenario al que los uruguayos estemos acostumbrados. Y mucho menos es una situación a la que, por la fuerza de los acontecimientos, deberíamos acostumbrarnos.
Muchas veces se trata meramente de violencia verbal, con presiones al educador de parte de algunos alumnos o sus allegados al momento de poner una nota, de fijar una prueba o de presentar una tarea. A veces la intolerancia va más allá, y se presentan desafíos propios de adolescentes, que muchas veces trascienden las palabras hirientes para convertirse en agresiones físicas, que muchas veces ven involucrados a docentes que, con la mejor disposición, se acercan a separar a los alumnos enfrentados y a poner orden. Otras veces, no tan pocas como sería deseable, se trata de padres que acuden a la escuela o al liceo a increpar al profesor que otorgó una nota baja desmerecida o que, de alguna manera, le faltó el respeto al estudiante. Desde la óptica del padre o del alumno, claro.
En muchos casos la situación sorprende, ya que se trata de niños o jóvenes que no tienen mayores problemas en su comunidad. Son ocasiones en la que todo lleva a pensar que ha habido un disparador, un hecho que desencadenó una acción ignominiosa que, muchas veces, no es ni más ni menos que la incitación de otros alumnos a introducirse en una salvaje batahola.
Los incidentes no son nuevos, pero lo que antes era esporádico hoy es recurrente, lo que incluso ha llevado a las ramas gremiales a asegurar que hay “una campaña sistemática” contra los docentes “por parte del sistema político y de las autoridades”. La teoría se basa en que hechos de esta naturaleza “se repiten una y otra vez sin que nadie tome cartas en el asunto”.
Difícilmente los partidos políticos se inmiscuyan en campañas de ese tenor, pero la aprehensión de los maestros y profesores tiene cierto grado de lógica. Es que muchas veces, en especial cuando los enfrentamientos tienen lugar en la vía pública, los curiosos que se arriman a mirar terminan formando parte de un tumulto que aprovechan como excusa para descargar sus problemas diarios insultando o propinándole un golpe a quien sea. Y peor aún, desconocidos, ajenos por completo a los centros de estudio, apedrean a las instituciones, rompen sus instalaciones e, incluso, esgrimen armas frente a los profesores.
Igual que en todas las actividades humanas, hay docentes excelentes, buenos, regulares y malos. No obstante, el imaginario popular muchas veces los estigmatiza y agravia por sus demandas, por sus faltas a clases o por sus reivindicaciones, y los responsabiliza del bajo rendimiento de los alumnos, cuando es claro que gran parte del fracaso que caracteriza desde hace una década al sistema educativo uruguayo es consecuencia directa de las políticas aplicadas y no de los docentes, que no hacen más que cumplirlas.
Días pasados el presidente José Mujica reclamó a los estudiantes “querer a los maestros”, porque ellos “están simbolizando la Nación” y, por lo tanto, hay que rodearlos de cariño y de respeto”. Loable pensamiento que todos compartimos, pero que en nada contribuye a mejorar la situación si no se adoptan medidas. Pero el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, precisamente quien debe tomar esas medidas, señaló que los paros nacionales en repudio a hechos de violencia, no ayudan, y que la agresión a los docentes “tienen un aspecto policial, pero no es el único plano”, ya que “es parte del problema social y cultural que atraviesa la sociedad”.
¿Significa ello que, por integrar esa problemática, la agresión a los docentes debe verse como normal o permitirse? De ninguna manera. Admitir la violencia, en cualquiera de sus facetas, es inadmisible.
Hace largo rato que Bonomi -cuya permanencia al frente del Ministerio del Interior ya fue ratificada por el presidente electo para los próximos cinco años- viene naufragando en su gestión, y lo que debe hacer, de una vez por todas, es tomar decisiones que prevengan hechos como los narrados.
Cierto es que detrás de todos estos problemas subyace un gran trasfondo social que padecen muchos de los niños y jóvenes que procuran contención, y no aprender, a la hora de ir a clases. De hecho, los expertos señalan como factores claves en la disrupción entre alumnos y docentes la crisis de autoridad que padecen los educadores, la falta de disciplina de las familias como uno de los principales obstáculos para la convivencia en los centros estudiantiles, y el desinterés o la falta de implicación de los progenitores en el proceso educativo de sus hijos.
Pero no menos cierto es que existe una falta total de apoyo de la Administración a los docentes, y que todos los trabajadores, y en especial los maestros y los profesores, merecen respeto y consideración.
Que no cuenten al menos con eso, no puede sino causarnos frustración y dolor.