El entusiasmo se respiraba en las calles. Por primera vez, la historia parecía estar del lado de Cerro Chato, un pueblo de poco más de 3 mil habitantes que tiene una pata en Treinta y Tres, otra en Durazno y otra en Florida.
Los habitantes de aquel lugar no hablaban de otra cosa. Observaban sorprendidos como día tras día los diarios traían novedades sobre un megaemprendimiento que revolucionaría la zona.
Mientras con enérgicos discursos los uruguayos comenzaban a debatir sobre la megaminería a cielo abierto, ellos soñaban con dejar atrás los tiempos de salarios sumergidos, altos índices de desocupación e informalidad. Aratirí, una empresa de capitales indios, negociaba con el gobierno de José Mujica la puesta en marcha de un proyecto de inversión estimado en los US$ 2.770 millones.
Luego de escuchar esas cifras desorbitantes, Francisco Da Silva fue uno de los que renovó la esperanza de lograr salarios dignos para los trabajadores. Pero aquel sueño se transformó en una pesadilla. El final de la historia es conocido: Aratirí jamás llegó a concretar su proyecto.
Francisco trabajó para la firma y hoy es uno de los 95 trabajadores que están a la espera de que termine la feria judicial para volver a la carga con las acciones legales, en busca de cobrar cuanto antes lo que la empresa aún les adeuda por los despidos. «A nosotros nos pagaron el 50% de lo que correspondía. La empresa minera Aratirí incumplió el acta firmada en el Ministerio de Trabajo», dijo el trabajador a El Observador.
En su momento de mayor auge, hubo unas 500 personas que trabajaban para la empresa y para las firmas tercerizadas, pero aquellos tiempos de mucho movimiento quedaron en el pasado.
El pueblo volvió a la tranquilidad de siempre y, como forma de salir adelante, Francisco compró un par de vacas para vender leche.
Otros exfuncionarios debieron abandonar la zona para buscar oportunidades laborales lejos de sus hogares, dado que Cerro Chato no tenía nada para ofrecerles. A esta altura, algunos ya están desesperados por cobrar, porque han pasado muchos meses.
Por Sebastián Panzl – El Observador