LA PELOTA SONRÍE. CUMPLE EL MEJOR DE TODOS LOS TIEMPOS.
Se dice que… Tenía 10 años. Hacía calor en Três Corações, un municipio ubicado en el sur de Minas Gerais. Siempre hacía calor, entre las malezas, la tierra, trozos de comida de ayer y una pelota de trapo. En una casilla sin futuro, Celeste Arantes, su madre, estaba cansada de tanto fregar, de tanto pelotazo.
Y lo mandó a un rincón: el pequeño Edson -un homenaje a Thomas Edison, porque cuando nació se prendieron las primeras luces en su barrio-, se iba a perder la final entre Brasil y Uruguay, un choque de guapos en Río de Janeiro. Atorrante y habilidoso, espió lo que iba a marcar su vida: al rato, Dondinho, su papá, se puso a llorar como nunca antes. Había una radio a todo volumen: las voces decían que el milagro se convertiría, para siempre, en el Maracanazo.
Ese día, el 16 de julio de 1950, Edson Arantes do Nascimento cambió la historia, de una vez y para siempre: decidió que iba a ser futbolista. Y se convirtió en el mejor de todos los tiempos. O Rei.
La primera camiseta número 10.
La que todos se querrían poner después.
La diferente.
No habrá otro igual: es el genio de la sonrisa infinita, cumple 80 años, el cumpleaños de la pelota.
«Gracias a Dios por permitirme llegar lúcido a esta edad», agradece el mito del fútbol mundial, que pasa su día aislado, en familia, en su mansión en la ciudad costera de Guarujá, en las afueras de San Pablo, donde recibirá la calidez de los tributos. Allí se mantiene durante la cuarentena, desde el comienzo de la pandemia. «Espero que en el cielo me reciban como tanta gente me recibe en la tierra», se permite bromear, con un toque maestro de fina ironía.
Su vida es una película.
Aquel niño limpiaba zapatos, un modo de ayudar económicamente a su papá, que había sido un fugaz futbolista en Fluminense y Atlético Mineiro; una fractura desbarató su carrera. Había que arremangarse y, en el mientras tanto, escuchaba y aprendía: a lustrar botas, primero, a gambetear al destino, tiempo después.
En casa lo llamaban Dico, «el hijo de un guerrero». En la escuela le decían Pelé, de modo despectivo. Lo cargaban por su tamaño, lo señalaban porque no hablaba con fluidez. El martirio del sobrenombre se convirtió en una bandera: había nacido Pelé. Aunque nadie lo sabía.
Le habría gustado ser piloto, pero el sueño duró poco luego de ver, en vivo, un accidente de aviación. La pelota tuvo una relación hipnótica con el crack universal: siempre hizo lo que le sugería. De derecha, de izquierda, de cabeza, con clase, con potencia. «El Santos de Pelé» convirtió al fútbol en magia y, de las tres Copas del Mundo alcanzadas -algo que parece imposible de replicar-, la de 1970 fue el fútbol total. Fue una época dorada: casi todos los equipos jugaban con cinco delanteros.
Tenía 17 años y estaba lesionado en Suecia 1958. El adolescente, el fenómeno, iba a escribir la primera revolución. «Cuando fui al estadio Nya Ullevi de Gotemburgo, había 50.000 personas con ganas de ver «al pequeño niño negro», que llevaba el número 10.
Muchos me vieron como una especie de mascota», contó alguna vez. Con Garrincha y Didí crearon un festival de toques, amagos y goles, más propios de un ballet que de un campo de juego. A los diez minutos de la segunda parte, se estableció la obra cumbre: recibió dentro del área un pase desde el sector izquierdo; con un «sombrero», dejó a un lado a Gustavsson y sin dejar caer la pelota marcó el 3-1. El niño -era un niño-, selló el resultado final (5-2) con un cabezazo demoledor en el último minuto. En andas, reía y lloraba con la copa entre sus manos.
Eran otros tiempos. Al cumplir 18, tuvo que prestar servicio militar como recluta en el Sexto Grupo de Artillería Motorizada de Santos. Marcó goles, ganó partidos. Y dio la vuelta olímpica también en el ejército de Brasil.
Más modesta fue su participación en Chile 1962, pero le bastó para marcar dos tantos y replicar la gloria. México ’70 fue la cumbre: ya nada fue igual. El 4 a 1 sobre Italia fue un canto de sirenas y estableció otros nombres que lo arroparon para ser cada día más grande: Carlos Alberto, Gerson, Jairzinho, Rivelino y Tostao. La maravilla de los cinco 10: allí se convirtió en el Rey, un déspota del gol. No corría: levitaba. No gambeteaba: era un bailarín. Y no fue a Europa: su casa fue Santos, una garantía para los ojos y las estadísticas -fueron 25 títulos- entre 1956 y 1974. Tiempo después, acabó la faena en Cosmos, un invento norteamericano para no quedarse lejos del fenómeno. Jugó su último partido en Nueva Jersey el 1° de octubre de 1977, luego de haber anotado 1283 goles en su carrera.
Las polémicas también son parte de su historia. Primero, Maradona. Más tarde, Messi. Su verborragia está a tono con su grandeza. «Cuando Messi haya marcado 1283 goles y ganado tres Mundiales, hablamos», llegó a decir. «Los récords están para romperse, pero va a ser difícil superar los míos. La gente me pregunta todo el tiempo cuándo va a nacer otro Pelé. ¡Nunca! Mi padre y mi madre cerraron la fábrica», suele contestar, tantas veces desafiante. «Conmigo, nadie sabía con qué pierna iba a tirar, jugaba con las dos. También metí muchos goles de cabeza», recuerda, de modo risueño.
Sus ocurrencias marcan su vida, más allá de los goles. «Hoy los jugadores mandan besitos a las cámaras y aparecen en el mundo entero. En mi época, teníamos que ir a todos los países para ser conocidos. Sólo me faltó jugar en la Luna para conquistar la fama», cuenta. Su -a veces, simpática- soberbia, alcanza la estatura de su magia sobre el césped. Y no ofrece comparaciones: «Diego fue un gran jugador, pero apenas tenía pie izquierdo y no cabeceaba bien. Y Messi es casi una copia de Maradona».
Más allá de los títulos, de la polémica de los 1000 goles, de Cruyff y Diego, de Di Stéfano y Leo, al final de la historia, Pelé les gana a todos. Es único.