Comunicado de Prensa
Por Daniel Bianchi
El conocimiento personal y en forma directa de las personas es, naturalmente, el que tenemos con nuestros seres queridos y es, además, el que sería bueno ensayar con el resto de nuestros conciudadanos.
En épocas electorales el conocimiento cara a cara de las personas, en un país como Uruguay, es poco menos que una necesidad si lo que se quiere es aspirar a algo. No son las redes sociales, a pesar de su enorme importancia, las que nos acercan, realmente, a quienes queremos conocer o a quienes profesamos admiración. Es el trato cotidiano.
Y en particular a aquellas que trabajan con nosotros, a nuestro lado.
Esa es una cualidad de los verdaderos líderes: conocer a cada una de las personas que lo rodean como si fueran sus familiares, integrarlos, valorarlos, respetarlos, interesarse por ellos, y conocer, cómo no, cuáles son sus propias aspiraciones.
Indefectiblemente, el buen liderazgo -y los hay muy buenos, regulares y muy malos, como en cualquier orden de la vida- se basa en la confianza, y la base de ésta no es otra que la verdad. Lo que no es poca cosa si se toma en cuenta que, rayando la mitad del Siglo XXI, casi todo el mundo miente, aún en las cosas más simples. Como para volverle blanco el cabello a Moisés y obligarlo a romper las Tablas de la Ley por segunda vez,
La mentira es un componente ineludible en cualquier grupo humano, y a partir de su uso es cómo pueden clasificarse los líderes. El buen líder prevé la necesidad de un cambio, lo gesta, lo genera, lo promueve y se prepara para enfrentarlo, él y su equipo. Su mejor arma, es la verdad. El líder mediocre o malo, en cambio, es sobrepasado por los acontecimientos, apela a la mentira e, indefectiblemente, la historia no tiene un final feliz.
En una empresa, en una firma, los errores de liderazgo determinarán que, tarde o temprano, aquella se vea fuera del mercado. En política, el mal líder hará que por sus errores, los ciudadanos deban padecer los desaciertos de su gestión. Su mediocridad impide que haya otra salida.
La diferencia entre los grandes líderes y los mediocres, no se cuantifica por la capacidad oratoria, ni por el número de sus seguidores, ni por la longitud de una caravana, ni por lo ensordecedor de los aplausos. Todo ello es anecdótico, y todo ello puede cambiarse y mejorarse. El ateniense Demóstenes, considerado el mejor orador de la historia, era tartamudo (algunos autores señalan que tenía un defecto de elocución, esto es, dificultad en pronunciar la R). Rechazado por sus pares, optó por llevar a cabo un estricto programa para superar esas deficiencias y mejorar su locución. Trabajó la dicción, su voz y sus gestos. Iba a las montañas, llenaba su boca de piedras y ensayaba durante largas horas hasta que logró hablar sin tartamudear. ¿Qué diferenció a Demóstenes de otros hombres que, seguramente habrán tenido sus mismos problemas?
Su carácter.
Un líder con carácter -que no significa gritar, amenazar, vociferar o amedrentar, como muchos creen y practican- sabe cuál es la manera más apropiada de enfrentar la realidad, por despiadada, inclemente y cruel que ésta sea, con sencillez, espontaneidad, franqueza y valentía.
Tiene temeridad cuando debe tenerla.
Contrariamente, un líder mediocre apela a ocultar o encubrir la verdad para que los ciudadanos vean solamente lo que ellos quieren que vean. La verdad, peligrosa aliada de la luz, debe quedar en penumbras.
Quienes en política defienden una “verdad a medias”, quienes cortejan a la mentira por miedo a perder votos o, peor aún, porque sienten pavor de admitir que se encuentran faltos de capacidad para llevar adelante una gestión o dar solución a un problema, se encuentran frente a una barrera que ocasionalmente podrán evitar, pero que no siempre podrán salvar.
Claro está que lo anterior lejos está de significar que un mal líder termine siendo un mentiroso compulsivo, porque cierto es que pudiera tener la mejor buena voluntad de actuar honestamente, pero ocasionalmente sus intereses políticos, los propios o los de su Partido, podrían forzarlo a elaborar una estrategia que permita dar a conocer tan sólo parte de la realidad: la que a él le conviene.
Quienes actúan de buena manera, en cambio, justamente alcanzan el éxito porque la gente confía en ellos, porque los conoce y saben que la verdad, y la difusión de la verdad, están por encima de todo.
No es difícil de entender. De la propia manera de comunicar que tiene cada candidato, se desprende la auténtica medida de su liderazgo.
Los tiempos actuales claman y reclaman por un buen conductor, por alguien que asuma la responsabilidad, y afronte la verdad para resolver los problemas acuciantes que le permitan a nuestro país retomar el equilibrio.
Será cuestión del ciudadano reconocer quienes reúnen esas características y quienes no.