Asfixiando a la libertad de expresión

Nota de Prensa
Por Gabriel Gabbiani

Creada “para promover la conciencia por el pleno respeto del derecho a la libertad de expresión e información en el hemisferio, en consideración al papel fundamental que este derecho tiene en el fortalecimiento y desarrollo del sistema democrático y en la denuncia y protección de los demás derechos humanos”, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Organización de Estados Americanos (OEA) ha contado desde su misma génesis con el “respaldo de las organizaciones de la sociedad civil, los medios de comunicación, los periodistas y, principalmente, las personas que han sido víctimas de violaciones a su derecho a la libertad de pensamiento y de expresión”.

La labor de esa Relatoría es, esencialmente, el monitoreo permanente del cumplimiento o violación, por parte de los Estados miembros, de sus obligaciones internacionales en el área de la libertad de prensa.

Desde hace algún tiempo, su tarea en esta parte del mundo se ha visto complicada, desde que los gobiernos de algunos países de América del Sur han puesto énfasis en encontrar fórmulas, como vía de controlar conciencias, para intervenir los medios de difusión.

Ejemplo de ello son las Leyes de Medios Audiovisuales aprobadas en Venezuela, Argentina y Ecuador, como así también la que el gobierno uruguayo, en consonancia con los gobiernos de esta parte del globo afines ideológicamente, pretende implantar en Uruguay.

En Venezuela, en 2004 se promulgó la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión (Ley Resorte) con el fin de establecer la responsabilidad por parte de los medios en los contenidos que expongan a los consumidores de información. Por esa ley, se responsabiliza al periodista por lo que su entrevistado expresa y por ser emitido en determinado espacio. Dicho en buen romance, la responsabilidad no es de quien habla, sino de quien publica o emite. Asombroso.

En 2007, el gobierno de Hugo Chávez no renovó la licencia de Radio Caracas Televisión (RCTV), el canal de aire independiente con mayor audiencia, con el argumento de “no tolerar ningún canal que esté al servicio del golpismo, contra el pueblo». El delito cometido por la emisora era ser opositora al gobierno de Chávez, quien no le dio siquiera la posibilidad de esgrimir una defensa.
Pero no es todo. En 2009 la Fiscal General de Venezuela, Luisa Ortega, estrechamente vinculada al chavismo, presentó ante la Asamblea Nacional un proyecto de ley para regular la libertad de expresión y el comportamiento de los medios de difusión, por el cual se podría sancionar hasta con cuatro años de cárcel a los infractores de esta ley.

En efecto, un periodista que divulgara una información considerada «falsa», «manipulada» o «tergiversada», que causara «perjuicio a los intereses del Estado» o atentara contra la «moral pública» o la «salud mental», incurriría en un «delito mediático» y podría ser castigado hasta con cuatro años de cárcel, porque “el ejercicio abusivo (sic) de la libertad de expresión e información» enfrenta al Estado a «nuevas formas de criminalidad». Uno de los delitos tipificados era la negativa de los periodistas a revelar información, lo que atropella directamente el derecho de protección de las fuentes, sin dudas el derecho por antonomasia que ampara a la labor periodística. Sorprendente.

En Argentina, tras un debate plagado de irregularidades el oficialismo aprobó en el Parlamento en octubre de 2009 la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual -un exceso que, como si de por sí fuera poco, además inexplicablemente introduce “excepciones a la libertad de prensa”, y que es conocido como “ley mordaza”- que entró en vigencia un año más tarde, cuando la presidente Cristina Fernández firmó su decreto reglamentario. Los numerosos cuestionamientos a la controvertida ley motivaron, incluso que varios jueces ordenaran medidas cautelares que congelaron la aplicación de la norma, y aún a la fecha hay varios planteos pendientes que la Justicia debe resolver. Lejos de toda buena intención, el propósito de la mandataria argentina era silenciar a los medios que le eran más hostiles -generando, incluso, un bloqueo en las plantas impresoras de La Nación y Clarín- controlar la información y respaldar un proyecto para entronizarse en el poder.

Finalmente, en Ecuador, el pasado mes de junio la Asamblea Nacional aprobó una ley análoga a sus pares venezolana y argentina, y la controversia estalló. Desde la Relatoría se señaló enfáticamente que de ninguna manera puede regularse de manera uniforme a la televisión abierta, a la televisión por cable, a las emisoras de radio y a la prensa escrita, porque lo que bien puede resultar legítimo para algunos medios, puede no ser legítimo para otros. Y la polémica se instaló.

Hasta ahora, con todo, se trataba de avasallamientos cometidos en otros países. Sin embargo, por ese mismo camino de violación a las libertades de expresión y de prensa se insiste en hacer transitar a Uruguay.

Y se lo pretende hacer a través de un proyecto de ley elaborado por un Comité Técnico Consultivo que, en un texto desordenado, incongruente, discordante, de nada menos que 183 artículos, establece el marco que regulará a los medios, y que, por imperio del censor de turno, podrá sancionar y hasta revocar autorizaciones a la prensa sin que para ello medie la intervención de la Justicia. Mayor arbitrariedad, no podría haber incluido.

Y llama la atención que semejante atropello llegue a pocos años de que la Relatoría de la OEA celebrara las “importantes reformas del Código Penal y de la Ley de Prensa adoptadas por la Asamblea General del Poder Legislativo de Uruguay el 10 de junio de 2009, que eliminaron las sanciones por la divulgación de opiniones o informaciones sobre funcionarios públicos o sobre asuntos de interés publico, salvo cuando la persona presuntamente afectada logre demostrar la existencia de real malicia”, al tiempo que incorporó al ordenamiento interno, como principios rectores para la interpretación, aplicación e integración de las normas civiles, procesales y penales sobre libertad de expresión, los tratados internacionales en la materia.

Dicho de otra manera: lo que se escribió con la mano en 2009, ahora pretende borrarse con el codo.

El juicio parte de una premisa equivocada, porque el Estado no es, mal que le pese a algunos, el guardián de la ética periodística. Ningún funcionario puede imponer pautas de conducta ni a los medios ni a los periodistas sino que, antes bien, cada medio de difusión establece su propio Manual de Estilo, y lo hace, además, de manera voluntaria. Y mucho menos, el Estado puede actuar como un censor, haciendo desaparecer la libertad de prensa mediante la discrecionalidad de criterio, las eventuales sanciones e incluso la negación de publicidad o la no revocación de frecuencias, recurso tan arcaico como la existencia misma a lo largo de la historia de los regímenes despóticos y autoritarios.

La libertad de expresión que, en cuanto elegido democráticamente el gobierno debería exhibir por su sola calidad de tal, no condice con lo que proclama a través de los proyectos de ley que intenta imponer a través de su mayoría ocasional en el ámbito parlamentario en procura de cercenar las libertades.

Es una lección que los tiranos de todas las épocas deberían haber entendido hace ya largo tiempo.

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